Alejandría, tierra de sabiduría antigua… Alejandría, tierra en la que las bibliotecas renacen de sus cenizas después de tantos siglos… Alejandría, tierra que para siempre vivirá aprisionada en las páginas hermosas del «Cuarteto» en el que Lawrence Durrell aprisionó su esencia de esta manera:
«Las seis. Ruido de pasos, figura vestida de blanco en los accesos a la estación. Las tiendas se llenan y vacían como pulmones en la rue des Soeurs. Los rayos pálidos, alargados del sol de la tarde manchan las largas curvas de la Explanada, y arcos de deslumbradas palomas, como papeles dispersos, se encaraman a los minaretes para recibir en sus alas los últimos resplandores del poniente. Tintineo de la plata en los mostradores de los cambistas. La verja de hierro que rodea el Banco está todavía demasiado caliente para tocarla. Rodar de los carruajes que llevan a los funcionarios, con sus tiestos rojos en la cabeza, a los cafés de la costa. Ésta es la hora más difícil de soportar, cuando desde el balcón la veo pasar hacia el centro de la ciudad, con un paso lento de sandalias blancas, todavía medio dormida. La ciudad despierta como una tortuga vieja y echa un vistazo a su alrededor. Por un momento abandona los guiñapos desgarrados de su carne, mientras desde una callejuela escondida, junto al matadero, dominando los mugidos y balidos del ganado, llega entrecortada la melodía nasal de una canción de amor de Damasco: cuartos de todo sobreagudos, pulverizados». («Justine»)
Tierra seca, calurosa, crisol de culturas que le dan cierto toque de melancolía, se nos muestra real y presente con tan sólo abrir las páginas de «Justine», «Balthazar», «Mountolive» o «Clea», personajes cuya existencia no tendría el menor sentido fuera de Alejandría, fuera de las palabras que Durrell construye con verdadera maestría. Sólo las palabras del «viejo sabio», Kavafis, se acercan tan verdaderamente como las de Durrell a esa ciudad que ya perdió la gloria. Pero esa es ya otra historia…
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